¡Hola, bichines!
Lo sé, lo sé.
"¿Dónde has estado? ¿Y ese horario que te habías hecho? ¿No subías miércoles y sábados? ¿Qué haces aquí un viernes?"
Soy un desastre. Soy consciente. Pero tengo una buena excusa. Veréis... Yo... Y entonces... Así que... Y al final... Y esa es la historia de por qué no he traído capítulo antes. ¿A que ha quedado todo totalmente claro?
Ahora sin bromas, he estado liadísima con la universidad y con dolores de cabeza (porque sí, me pongo mala más a menudo de lo que querría). De hecho, omitamos el hecho de que yo debería estar ahora mismo estudiando a Luciano y no subiendo entrada. Pero no quería dejaros más sin el capítulo 3 (recién salido del horno, por cierto, acabadito acabadito de escribir). Además, reconozcámoslo, Luciano, todos te queremos mucho no creo ni que sepáis quién es, antes no lo sabía ni yo pero lo que hay entre los bichines y yo no es comparable y se merecen este capítulo. Es una relación difícilmente equiparable a nada.
Y nada, bichines, aquí os lo dejo.
Como dato informativo, he sufrido un poco un montón escribiéndolo, no sé por qué. Pero me ha llegado a la patata. A ver si a vosotros también os pasa (que no es que quiera que lloréis ni na'). ¡A disfrutadlo! O sufrirlo, ya como veáis
Nada más por mi parte, ¡hasta la próxima entrada! ¡Besos mil!
CAPÍTULO 3
La muchacha se encontraba
tras una estantería con el hilo para colgar de una figura de un muñeco de nieve
sujeto entre sus dientes mientras buscaba un lugar para colocar otro adorno de
un Papá Noel cuando sonó la puerta de entrada. Ya había indicado con un cartel
que la tienda no estaba abierta, puesto que hacía rato que la hora de cerrar
había pasado—debían de ser más de las nueve y media—, así que solo podían ser
su madre y su hermano.
—Ten cuidado—oyó que
decía la voz de su madre.
—Sí, sí—masculló Pedro
con malhumor.
Carla se asomó desde
detrás del mueble y lo que vio la dejó petrificada de la perplejidad: Ambos
cargaban, con evidentes esfuerzos, un enorme árbol de navidad aparentemente más
alto que el propio Pedro, que medía entre el 1,75 y el 1,80.
—Carla, cosa preciosa—le
dijo Pedro con obvia ironía, mirándola como si la sangre no le llegase
correctamente al cerebro a la chica—, ¿te importaría sacarte lo que seas que
llevas en la boca, lo cual no puede ser más preocupante, y ayudarnos?
Carla dejó el muñeco de
nieve y el Papá Noel en una balda y se acercó a ellos.
—¿Qué es eso?—Les sujetó
la puerta para que les fuera más sencillo terminar de meter semejante mole.
Nuria, en silencio, se
limitó a arquear una ceja ante la pregunta pero, como le faltaba el aliento por
el esfuerzo de empujar para que la parte baja del árbol cupiese por la pequeña
puerta, no dijo nada. Fue Pedro quien, más acostumbrado a hacer deporte y con
mayor resistencia física, respondió:
—En serio, hermanita, sea
lo que sea lo que te has tomado en nuestra ausencia para tal alarde de
inteligencia, yo también quiero un poco—bromeó sonriendo burlón—. Se le llama
árbol de navidad.
Carla lo fulminó con la
mirada.
—Ya sé lo que es. Quería
decir que qué hace aquí.
Por fin consiguieron
meterlo dentro y lo pusieron en pie. El árbol se irguió en medio de la tienda
como un lío descomunal de ramas verdes desordenadas. Lo único que podía pensar
Carla era que eso iba a costar demasiadas horas decorarlo y que le iba a faltar
tiempo para salir despavorida.
—¿Qué hace aquí?—repitió
siguiendo a su madre afuera del establecimiento. Su hermano se quedó dentro
ordenando el caos que era el nuevo miembro de los adornos navideños.
—He convencido a Pedro de
comprar uno porque creo que, si se ve desde el escaparate, va a dar muy buena
impresión—explicó ya recuperada aunque con alguna perla de sudor decorando su
frente.
Llegaron al coche y Nuria
depositó sin pedir permiso una caja en los brazos de su hija. Ésta la miró, no
sin desagrado y cierta suspicacia, y luego a su madre, quien le devolvió la
mirada tras cerrar el maletero, esbozando una inocente sonrisa.
—¿Por qué me miras así,
cariño?
—No sé si quiero
preguntarte qué hay en esta caja...—murmuró Carla.
—Cosas para el árbol, por
supuesto—respondió su madre sin percatarse, en apariencia, del tono de
desasosiego que poseía su hija en la voz—. La abuela nos las ha dado. Por lo
visto las tenía guardadas sin ningún uso en el trastero.
Carla depositó, otra vez,
una caja llena de adornos en el mostrador. Casi se estaba estremeciendo de
pensar en más horas dedicadas a esa labor tan aburrida. Menos mal que tenía
pensado poner pies en polvorosa tan pronto como fuese necesario.
—Ahora entiendo por qué
no querías que nos enteráramos de adónde tenías pensado ir.
—Eso fue lo mismo que
dije yo cuando llegamos a la tienda—rezongó Pedro.
—Sois los dos unos
exagerados—dijo Nuria con una enorme sonrisa—. La tienda va a quedar preciosa.
Quiero decir, más. La has dejado muy bien, cielo—dijo admirando el trabajo de
Carla.
Ella estuvo entre hinchar
el pecho de orgullo o suspirar de solo recordar lo coñazo que era hacer esa
tarea, y más si era sola. Por lo menos, gran parte de la tarde se le había pasado
volando gracias a Álex.
—¿Qué tal te ha ido la
tarde?—se burló Pedro—. Por tu cara... Déjame adivinar... ¿Tan bien que
accederás a ser tú la que se dedique al arreglo del árbol?
—Más quisieras, hermano.
—Lo vas a disfrutar y lo
sabes.
—Tanto como tú la colleja
que te vas a acabar ganando—siseó ella, lanzándole una sonrisa algo salvaje.
—No seas tonta—le dijo y
se acercó a ella para pasarle un brazo por los hombros. Estuvo tentada de
apartarse; su hermano, siendo cariñoso, tenía más peligro que siendo agresivo—.
No podrías llegar a mi nuca ni con tacones. Y aunque así fuera, no te ofendas,
pero creo que el sufrimiento de tu torta con el que tú has pasado esta tarde no
es comparable.—Y para finalizar con su mofa, le revolvió el pelo.
Antes de que pudiese
responder, su madre volvió de la trastienda y los miró riéndose.
—Anda, dejad de picaros.
Os invito a cenar adonde queráis.
—Pizza—exclamó Carla.
Pedro sacudió la cabeza.
—Pero si pizza comimos
hace nada. Yo prefiero mexicano.
—¿Y eso no lo comimos
hace poco?—replicó Carla alzando una ceja.
—Pues no, listilla, lo
comimos...—Clavó la vista en un punto indefinido mientras contaba con los
dedos.
—Antes de ayer—lo ayudó
Carla.
Nuria observaba la
conversación con una mezcla de resignación y diversión aunque sabía
perfectamente el final de las riñas de sus hijos: Acabarían echándolo a cara o
cruz y Pedro le cedería a Carla la victoria. Se picaban como verdaderos críos
pero no podían vivir el uno sin el otro.
—¿Y si lo decidís por el
camino?—sugirió finalmente su madre—. Total, ambos lugares están en la misma
zona de la ciudad.
Carla y Pedro perdieron
por fin el firme contacto visual que estaban manteniendo para ver quién se
imponía a quién y se giraron hacia la mujer, quien ya estaba cogiendo los
chaquetones de la percha. Volvieron a mirarse y, tras unos segundos,
respondieron al unísono:
—De acuerdo.
Nuria sonrió y les tendió
los abrigos.
—Perfecto. Pues vamos.
Se abrigaron, recogieron
las pocas cosas que estaban por en medio rápidamente, apagaron las luces y cerraron,
dejando la tienda perfectamente decorada con el árbol ocupando media tienda
para el día siguiente.
Mientras su madre
cerraba, Carla miró el belén del escaparate, rememorando los recuerdos que la
habían atormentado y la llegada de Álex. No sabía ni el cómo ni el porqué, a
pesar de su malhumor inicial, ahora se encontraba perfectamente contenta y
alegre, todos esos nubarrones negros anteriores bien lejos. Era extraño.
No sabía exactamente cómo
definir la tarde, en todo caso mala no. Sin darse cuenta, estaba incluso
sonriéndole al belén, cuando hacía solo unas pocas horas había estado llorando
con una de sus figuras en las manos.
Un brazo sobre sus
hombros la distrajo de sus pensamientos y se volvió hacia un rostro escrutador.
—¿Qué pasa, Pedro?—preguntó,
si bien no se separó del abrazo de su hermano. Esta vez no parecía querer
chincharla.
—Parecías estar a
kilómetros de aquí. ¿En qué pensabas?
—En que papá perdió el
bastón de san José Dios sabe dónde.—Al instante de que tales palabras saliesen de
su boca, se arrepintió—. Y bueno, que el niño Jesús tiene una cara muy
perturbadora.
A pesar de que intentó
arreglarlo, el daño ya estaba hecho: Tanto su madre como su hermano se veían
como si no diesen crédito a lo que escuchaban. Y no era para menos, Carla nunca
jamás sacaba el tema de su padre, y nunca era nunca. Y sin embargo ahora se le
había escapado de los labios antes de darse cuenta siquiera de que era eso lo
que iba a decir. Debía ser porque el tema estaba en su subconsciente.
Inmediatamente Pedro y
Carla dirigieron los ojos hacia su madre, la que peor había llevado el hecho de
que su padre hacía años los abandonase sin prácticamente dejar rastro. Nuria se
quedó momentáneamente paralizada con las llaves a punto de girar en la
cerradura de la verja, y Carla vio cómo cogía aire trémulamente con un débil
movimiento de hombros antes de cerrar y ponerse en pie.
—¿Mamá?—murmuró Carla con
una mueca.
—¿Estás bien?—preguntó
Pedro a su vez.
Nuria asintió y su enorme
sonrisa no titubeó ni un segundo. Carla no tenía claro si se hacía la fuerte o
si verdaderamente en los últimos años ya lo había superado a base de no sacar
el tema e ignorar que alguna vez sucedió. Así era, en todo caso, cómo Carla
había logrado sobrellevarlo, fingiendo que jamás había pasado.
—Sí, por supuesto. Vamos
a cenar, me muero de hambre.
Hijo e hija movieron
afirmativamente la cabeza y sonrieron yendo hacia el coche, llevando a cabo la
misma táctica que seguían desde hacía muchos años: Permanecer lo más unidos que
podían mientras el mundo a su alrededor se tambaleaba siempre por el tema del
padre de la familia.
-_-_-_-_-_-
La Carla de dieciséis
años abrió los párpados y lo que encontró le heló la sangre en las venas.
Ante ella, se reproducía
una de las tantas escenas que, durante años, habían atormentado tanto sus momentos
despierta como dormida, y ella, en una esquina de pie, no podía moverse, ni
hablar, ni interactuar de ninguna forma, solo mirar. Era plenamente consciente
de que esto debía ser un sueño pero no había forma humana de despertar por más
que quisiera. Era obvio que su mente quería torturarla así que cogió aire trémulamente
y, con una mezcla de sensaciones, se concentró en lo que estaba pasando.
Una Carla más pequeña, de
seis añitos, sonrió emocionada desde su asiento en las rodillas de su padre—ante
su visión, la adolescente no pudo menos que estremecerse— al ver aparecer a su
madre con una caja en brazos, la cual depositó en la mesa del salón.
—Mirad lo que traigo.
—Voy a ir a coger el
árbol—dijo Juan con la sonrisa intuyéndose en sus palabras.
—¡Vamos a montar el
árbol, vamos a montar el árbol!—canturreó Carla poniéndose en pie de un ágil
salto y colocándose alegremente junto a su madre. Juan abandonó la habitación,
para alivio de la Carla mayor—. Pedro—lo llamó la chiquilla, mirando a su
hermano sentado en la esquina del sofá, con, como siempre, el mando de la
televisión en sus manos y una mueca entre disgustada y aburrida—, ¿no estás
ilusionado? Por fin vamos a montar el árbol. ¿No te parece genial?
Pedro pareció por su
expresión que contenía un suspiro y abandonó su posición arrellanada en el sofá
para levantarse también.
—Claro, hermanita—le
respondió—. Me parece genial.
La pequeña no fue capaz
de intuir el tono nada ilusionado de su hermano; Nuria—y la otra Carla—, sin
embargo, sí, y se mordió el labio dándole un vistazo rápido a su hijo. La joven que estaba soñado recordaba que Pedro había perdido mucho entusiasmo en el último tiempo con la
navidad y más específicamente con las actividades en familia y, a juzgar por su
rostro, Nuria sabía el porqué. Y la chica de dieciséis años, también.
—Llevo todo el año
deseando que sea navidad y ya por fin está aquí.
Carla, por el contrario,
seguía tan ajena a lo que ocurría como correspondía a una niña de su edad, y aun
hoy la Carla adolescente se preguntaba cómo había dejado escapar tantos
detalles.
Nuria abrió la caja y, mientras
el padre aún cogía el árbol, los tres hurgaron en ella para ver qué adornos
había del año anterior. Enseguida, Pedro agarró un espumillón y se lo colocó a
Carla en el cuello. Tanto la Carla mayor como la pequeña sonrieron. Algunas
cosas nunca cambiarían.
—Qué guapa estás, mi
niña—comentó la madre y dejó con dulzura un suave beso en la mejilla de su
hija.
—Gracias, mami.
—Ya traigo aquí conmigo
el árbol para decorarlo—anunció Juan con tono cantarín y entró en el salón con
él para luego depositarlo en el suelo. Rió al ver a su hija—. La niña más
preciosa de la casa.
Carla sonrió henchida de
orgullo ante el piropo y corrió inmediatamente hacia él para admirar el árbol,
aunque siempre era el mismo.
—Es... Enorme. Y
fantástico.
—Es el de todos los años—replicó
Pedro.
—Pedro...—lo amonestó
Juan sin mirarlo siquiera, ordenando las caóticas ramas.
Solo la joven de
dieciséis años y Nuria vieron la mirada enfadada y resentida que el hijo le
lanzó al padre. Duró un único segundo pero fue suficiente.
Nuria se vio algo dudosa,
como si quisiese decirle algo o a Juan o a Pedro. No obstante, sus hombros se
movieron al ritmo de una respiración profunda y, tras pasear la vista de su
marido a Carla y vuelta, habló:
—Voy a ir a la cocina.
¿Queréis que traiga polvorones?
—¡Sí!—dejó escapar Carla
con un grito y dio palmadas—. ¡Por supuesto!
—Yo también quiero.
—Y yo.
—Oído—contestó Nuria
asintiendo una sola vez y ahora fue ella la que salió del cuarto.
—Princesa—llamó Juan a su
hija y ésta ladeó la cabeza—, ¿por qué no vas trayendo ya algunas bolas para ir
poniéndolas?
La Carla adolescente
sintió que parte de aire abandonaba sus pulmones. Princesa... Su pequeña
princesita...
La pequeña asintió
repetidas veces y avanzó casi corriendo a la caja. Juan volvió la cabeza hacia
su hijo y le sonrió con ganas, sin obtener una respuesta similar de Pedro.
—Y tú, campeón, ¿y si me
traes algo de espumillón como el que tiene tu hermana en el cuello?
—Vale.
La Carla más mayor lo
miró fijamente. Definitivamente se dio cuenta enseguida de lo que pasaba con su
padre.
Mientras ambos hermanos
rebuscaban en la caja y asían lo que les había pedido Juan y a la vez que Nuria
entraba en la habitación con una bandeja con dos vasos de zumo, una botella de
agua y café, junto con un plato llenó de polvorones, la música de un móvil al
recibir una llamada sonó. Tanto Nuria como Pedro dirigieron al instante sus
ojos a Juan, que era de donde venía el sonido, los dos medio paralizados en sus
asientos. La muchacha de dieciséis años también tensó cada músculo de su
cuerpo.
—Papá, ¿te están
llamando?—preguntó inocentemente la pequeña, volviendo solo a medias su
cabecita.
Juan no respondió
inmediatamente, antes se sacó el teléfono del bolsillo y comprobó quién era. La
joven sintió que enfermaba al ver cómo el semblante de su padre se iluminaba.
—Sí. Están llamándome, princesa. Y tengo que responder. Ahora vuelvo.—Y cruzó la puerta hacia la
cocina sin siquiera mirar a Nuria, descolgando al mismo tiempo.
Y antes de poder ver nada
más, Carla se despertó por fin envuelta en sudor y temblores en su cama. Se
quedó mirando un punto fijo de la oscura pared de su habitación y notó las
lágrimas resbalándole por las mejillas ante un sueño que no recordaba al cien
por cien pero que sí sabía de qué trataba, y ya solo eso era suficiente para
hacerla sentir una horrible presión en el pecho.
Encogió las rodillas y
ocultó la cabeza en sus brazos apoyados en éstas, sollozando en silencio.
No podía evitar, aunque
lo había intentado con todas sus fuerzas durante diez años, que cada recuerdo
con su padre fuese como punzones en su alma que la machacaban hasta límites
insospechados. Debería superarlo, era consciente. El tiempo todo tenía que curarlo.
¡Habían pasado nada más y nada menos que diez años! La lógica dictaba que ni
siquiera debería recordar estas cosas.
Y, aún así, cada navidad
lo hacía. Cada navidad lo pasaba mal por una persona que había abandonado a su familia,
una persona que había mancillado una época entera del año, una persona que no
merecía sus lágrimas.
Odiaba la navidad. No era
mágica. No era más que puro marketing. Odiaba lo que su padre había hecho. Y
odiaba cada día de frío y regalos y decoraciones que le recordaban que nunca
había disfrutado de una figura paterna.
La joven miró, cuando las
lágrimas se lo permitieron, el reloj y, al ver que eran las cinco, decidió que
ya se había desahogado bastante. Se secó las gotas con el dorso de la mano, se
pasó las palmas por las mejillas, cogió aire con un jadeo, mantuvo unos minutos
los ojos cerrados para serenarse y se volvió a acomodar en la cama.
Por suerte, a los cinco
minutos volvió a dormirse plácidamente.
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-Lena